lunes, 31 de octubre de 2011

Desafecto por la cocina creativa

Publicaba en su blog hace unos días, el periodista y escritor Santiago González, unas pinceladas sobre su experiencia en uno de los restaurantes punteros en Madrid, DiverXO. Parecía bastante impresionado, al punto de titularlo No tengo palabras. La entrada nació como respuesta a una desafortunada columna de Salvador Sostres sobre el pequeño restaurante del barrio de Tetuán, en Madrid, que lo convirtió en un muñeco de pimpampún. No ha faltado un día desde que la publicó en la que un compañero periodista o uno de sus seguidores de twitter, no le pasara su prueba personal del algodón.

Sin embargo, lo que me llamó la atención, fueron las respuestas que se vertieron sobre el escueto texto del periodista. El blog no parece precisamente un reducto de usuarios de tuenti, sino más bien un grupo representativo de la sociedad civil española, ya con cierta edad. Lo delata el gusto por la ortografía -tan fuera de moda hoy en día- y el espíritu crítico. Unos cuantos prefierieron decantarse por el "como en mi pueblo...", que siempre es mucho mejor en el caso de las morcillas, las alubias o el botillo de su tierra. Otros simplemente utilizaron el viejo recurso de "plato grande, bocado mínimo, precio de artículo de lujo", incluso hubo algún reproche soterrado por estos excesos, en días tan duros como los que vivimos. En general, flotaba cierto choteo por el barroquismo de los nombres de los platos, a lo Ussía, con la consiguiente exaltación de lo nuestro de toda la vida. Del chorizo, vaya.

Esa sociedad civil, clase media española, desprecia la cocina creativa, la considera liviana y cara, excesiva como un poema en tiempos de guerra. Añadámosle además cinco millones de parados al cóctel, para que cualquier lujo parezca una provocación. Se lleva alimentarse y no comer, el placer está mal visto. El chuletón de kilo y medio, los bonos alemanes y los nombres cortos, a ser posible de matanza de marrano. No hay solución. Aunque haya regiones en España donde la gente se pasa la mitad de la vida comiendo y la otra mitad hablando de comida, al personal le toca los huevos que le cuenten un papeo donde el número de palabras multiplique por diez a la cantidad de bocados que le ponen en el plato. No es tan raro, mucha España ha pasado de lustros de hambre a la perspectiva de lustros de hambre. Entre medias, apenas la nimiedad de veinte años de audis y dinero negro, tiempo insuficiente para domar el hambre y elevarla a gastronomía. Pasarán generaciones antes de que las cosas cambien, si es que alguna vez sucede.


Aquí y ahora, nos queda por delante una década de pitarra y torrezno que, bien visto, tampoco está tan mal.

domingo, 23 de octubre de 2011

Terroristas, dice

Antecedentes

1.- Más que Humano. Theodore Sturgeon

Sinopsis:

“MÁS QUE HUMANO trata del salto evolutivo del Homo Sapiens al Homo Gestalt. El individuo abre paso a un ente grupal con enormes capacidades. Un vagabundo que consigue que los demás hagan su voluntad, dos gemelas que se teletransportan, una niña con poderes telequinéticos, un joven delincuente superhéroe y villano al tiempo y un eterno bebé con una computadora por cerebro.”

2.- Los cocineros se reúnen en Barcelona. Gastrotechdays. Hablan de las nuevas relaciones que se establecen entre el cocinero y las redes sociales.

Reflexiones

1.- Pánico a perder repercusión. Se han percatado de la importancia de las redes sociales pero las afrontan desde el miedo.

2.-Pánico al anonimato. Exigen DNI al que les critica. Como si en un campo de fútbol se molestasen porque un particular pitase y le exigieran la filiación.

3.- Pánico a lo desconocido. Llegan tarde y no se adaptan al nuevo lenguaje, cuando no, directamente, reconocen desconocerlo.

4.- Ante el rechazo a los códigos no escritos de las redes sociales, la desconfianza, las alusiones al “terrorismo” de la crítica por la red, muchos nos preguntamos qué hacían en un evento llamado Gastrotech.

El futuro de la crítica

1.- Statu quo. Cuatro críticos reconocibles a los que es más o menos sencillo de controlar y manejar su influencia potencial. Existen por tanto muchas probabilidades de no cagarla durante sus visitas, les conocen y saben perfectamente la forma de prepararles festivales ad hoc. La perspectiva de tener que estar en alerta el 100% del tiempo les aterra.

2.- La evolución del Crítico Sapiens al Crítico Gestalt se ha precipitado. Un modelo de crítica basado en organismos multipersonales cada uno de ellos conocedores de una materia diferente. La ingente cantidad de buenos restaurantes diseminados por el mundo, vinos, bebidas espirituosas, libros y artículos sobre gastronomía, entrevistas, hacen imposible depositar el conocimiento de la gastronomía en un solo ente.

3.- Los blogs gastronómicos son una primera fórmula de Crítica Gestalt: blog como nave nodriza y Twitter como naves de asalto. Habrá más. Heredan de algún modo el concepto trinitario de Fernando Point. Pero ojo, hay blogs y blogs. Tuiteros y tuiteros. No hablamos de gastrogañoteros que tratan de convertirse al profesionalismo por la vía del canapé desde una impostada actitud por la que se creen ungidos con el sagrado deber de divulgar todo lo que ven y termina en sus andorgas.

Epílogo


-Bajo todo esto subyace el control de las sinergias de opinión. Algo fundamental para controlar los beneficios del negocio. Lo saben bien en el periodismo deportivo.

Bibliografía


-Más que Humano. Theodore Sturgeon. Ed. Minotauro
-Gastrotechdays http://www.abc.es/agencias/noticia.asp?noticia=963983

lunes, 17 de octubre de 2011

Falso gourmet


Siempre pensé en el gran gastrónomo como un Hercules Poirot -o más bien Peter Ustinov- capaz de zamparse las asadurillas de un chino mientras da el matutino paseo por el mercado de Shangai, comentando lo bien que le iría un buen jerez de 1845. Quizá la culpa la tuvieran las cuchipandas de los héroes de Enyd Blyton, su cerveza de jengibre y sus sandwiches o aquellas películas de James Bond donde lo normal era que, al abrir la puerta de una habitación, apareciera una cubitera con una botella de champán. Quién sabe, el caso es que me decidí a ser un gourmet, costara lo que costara.

Desde mi más temprana juventud me dediqué a fondo a conseguirlo -en la medida de mis posibilidades, claro-, descubriendo pronto con dolor que no iba a ser sencillo, ni barato. Visité centenas de restaurantes, grabé cada programa de Jamie Oliver y me compré todos los números del Telva y los especiales de Navidad del Hola, sin faltar ni uno. No fue sino recientemente cuando decidí que, a pesar de mi disciplina y esfuerzo, no tenía talento para ello. Es tontería soplar contra el viento, había señales más que suficientes para admitir el fracaso de quien a una edad ya madura, con dificultad, distingue el bonito del pollo, el blanco del tinto. De quien, no sabría decir si tempranillo de la Rioja o de la Ribera del Duero, de no ser por la carpintería.

Así pues dejé de darme mala vida en los restaurantes, forzándome a comer todo aquello que me disgustaba. Por supuesto me hice una lista para poder acordarme, los menús largos son traidores y tiendo a propasarme con el vino a las primeras de cambio. He aquí el pequeño inventario que estoy completando:


  • Salmón: durante una temprana época laboral me tocó pasar una buena temporada en Lyon. Los menús se parecían como gotas de agua, y todos incluían un salmón marinado. Fue como caerse en una marmita con olor a eneldo. También me costó volver a sentir cierto aprecio por el foie mi-cuit y desprenderme de la adicción a tomar el vino en copas menudas, faltas de cuidado en la limpieza, arañadas por tanto lavavajillas.


  • Trucha: recuerdo con horror aquellos veranos en los que después de bañarme en el Júcar, mi madre nos ponía truchas del mismo río con algo de jamón. Una lucha a muerte con un enjambre de espinas y sabor al mismo fango que llevaba oliendo desde primera hora de la mañana. Tiemblo pensando que con la crisis, cualquiera de estos días, sustituya a los salmonetes en los menús de degustación.


  • Remolacha: No, su sabor no se parece al de la trufa. Ni siquiera al de la patata. Sabe a tierra y no hay alimento al que no anule en cuanto lo roza. Además el color morado es muy feo.


  • Bacalao: los viernes Santos eran un infierno. A las inacabables procesiones le proseguían las garbanzás de bacalao amarillento, con un punto de salazón agresivo, y espinacas acompañadas de pelotas de pan y ajo. Demasiado sabor incluso para mí y un trauma de aúpa que todavía intento superar.


  • Pescado crudo: Sí, sé que los alimentos han de saber a lo que tienen que saber, pero es que yo quiero que las sardinas sepan a sardinas asadas y que el rodaballo se pueda despegar de su espina. No sé qué gracia tiene comerse un rape crudo (excepción a la regla con el sushi que me encanta, no sé por qué, quizá porque el pescado bien lavado sepa más a lo que debe saber).


  • Tupinambo: no sé lo que es, pero con ese nombre no me lo voy a comer (nota: recordar que me especifiquen los ingredientes de las guarniciones).


  • Gallinejas: No sé si es el nombre o el olor a fritanga de Tetuán. Puede que se deba a que haya pasado demasiado tiempo por los bares de Bravo Murillo. Incluso he adquirido el tic de mirar la carta de raciones en cuanto entro a un bar, ni siquiero soporto que las coman a mi lado.


  • Atún rojo: Mi severa conciencia ecológica me lo prohíbe.


  • Coliflor: he estado en baños de los bajos de Moncloa a las 2 de la mañana, que huelen mejor que mi escalera el día que a mis vecinos les da por cocinarla.

Mientras Brillat-Savarin definía al gourmet como "el conocedor de la comida y la bebida", se refería a la gourmandise -glotonería- como "la preferencia apasionada, racional y habitual, por todo lo que complace al paladar". Considero prácticamente imposible pertenecer al primer grupo -cada día más-, así que renuncio a cualquier aspiración. No, no es modestia, sino pereza. Nada extraño, al fin y al cabo, ¿cuántos gourmets conocéis?

lunes, 10 de octubre de 2011

La calle del Laurel

Embocamos La Rioja bordeando la Sierra de la Demanda y, súbitamente, el verano eterno de las Castillas se transforma en un otoño de octubre y vendimia tardía. Los tractores acarrean la uva negra en las viñas que rodean San Vicente de la Sonsierra y se suceden a los lados de la autopista las casetas de Muga y los carteles de las salidas a algunos de los pueblos que han escrito la historia del vino en este país: Haro, Elciego, Labastida. En el corazón del valle quedan un paseo por la bodega de López de Heredia con su rígida -y efectiva- tradición envuelta en paredes llenas de penicilina, y las deliciosas patatas a la riojana de Casa Toni.

Siguiendo el cauce del Ebro llegamos hasta Logroño, donde se encuentra una de las calles de tapeo más famosas de España, la calle del Laurel. La travesía es la marca de la ciudad, un destino en sí mismo que atrae pandillas de visitantes ávidos de chiquiteo y tapas. Logroño, San Sebastián, Sevilla y Barcelona, son bastiones de ese tapeo informal que los gurús venden como el futuro gastronómico de España. Y funciona. A partir de las ocho de la tarde, los bares empiezan a recibir gente a espuertas, incluyendo logroñeses que tienen sus codos marcados en las barras y que, con amabilidad, orientan al viajero sobre qué visitar y comer.

Como si fuera un Vía Crucis empezamos el recorrido en la misma esquina de entrada a la calle: la Taberna del tío Blas. Aquí nos explican -con cierta brusquedad, todo hay que decirlo- las reglas del juego

1) Si uno no tiene claro qué bodega busca -siempre hay una pizarra con la lista-, el asunto se ventila por edad: joven, crianza o reserva.
2) Sólo se vende vino de rioja
3) No es sitio para abstemios, los zumos no son bien vistos.
4) Hay cortos de vino o cerveza. Imprescindible si se quiere salir vivo de una sesión dura.


Las tapas en este bar son monas, de esas que se podrían presentar en un concurso. Unos muslos de codorniz con cebolla caramelizada, una presa con pimiento del Padrón, unas migas con chorizo. Todo bien, nada memorable.


La siguiente parada la hacemos en el Ángel. El asunto aquí es más sencillo, el único pincho que sirven es el de champiñón. Tres piezas montadas sobre una rebanada de pan y acabadas con una pequeña gamba y un chorrito de una salsa de aceite, ajo y perejil. A un español es ponerle una salsa de ajo y pierde la cabeza, como atestigua el hecho de que empiece a atestarse antes de las nueve de la noche y de que nosotros repitiéramos un par de veces.

A ritmo de veinte minutos por parada llegamos al Sebas. Es el paraíso del rebozado y el huevo, desde las buenas tortillas -con salsa picante si así se desea-, a la estupenda orejita rebozada de cordero, pasando por unos excelentes pimientos rellenos de carne. La enorme oferta de vinos por copas -decenas- lleva, por desgracia, a que algunos se oxiden, como nos sucedió en un par de casos. Es recomendable elegir entre los tres o cuatro que tienen abiertos en el armario preparados para servir por copas y a la temperatura adecuada. Gran bar, nos fuimos porque temíamos que nos rebozaran.

Saltamos a las Cubanas, de corte más moderno, el pincho de cochinillo está mejor que el de muchos restaurantes, carne casi cremosa y corteza crujiente. Una de las mejores selecciones de vinos de la calle, elegimos una copa de La Emperatriz para empujar el bocado. Para desgrasar de tanta carne, pasamos por el Blanco y negro, donde lo que hay que tomar es un matrimonio -anchoa y boquerón en vinagre- con su pimiento verde.

Y por fin llegamos al Tío Agus -sí, hay cierto gusto por el parentesco y los nombres abreviados-, donde lo que uno ha de comer, naturalmente, es un Agus. Los hay de tres tipos: riñones, pincho moruno y salchichón. Del primer tipo sólo se sirven de lunes a viernes por la mañana -supongo que por razones de perecebilidad-, de los otros dos nos pusimos hasta las trancas. El de salchichón tiene un aroma y sabor guarrete absolutamente adictivo. La salsa del agus es algo tremendo, una suerte de mojo verde canario que me alegro de no saber hacer, me la comería a cucharadas y acabaría con mi páncreas en cuestión de días.

Así que, en fin, damos testimonio de que la calle Laurel tiene bien merecida su fama. Salvo alguna excepción no se trata de un tapeo que busque la finura, sino bocados contundentes y bien resueltos. Lo consigue. Salimos de allí con la mezcla de euforia que da un estómago calentito en el que bailan ocho o nueve copas de vino y algún que otro corto de cerveza. Bien preparados para el relente de la calle Portales y los casi diez grados que caen en la noche logroñesa.

domingo, 2 de octubre de 2011

Duerme mi curiosidad


Duerme mi curiosidad. Descansa en los brazos de una botella añeja de la Borgoña, entre guisos de mil años. Está aletargada, cansada de tanto buscar, un poco harta de tanta novedad. No la despierta la palabra que le explica, ni tampoco la sorpresa. Busca, como el bebé, el pecho de su madre, los sabores que le hacen sentir bien. Tan harta de medianías que ya sólo le valen los perfumes que reconoce.

Se relaja en los brazos de los níscalos y la mantequilla, del orégano, de la vainilla, y de los aromas lejanos de un Chanel olvidado en una piel que ya huele a era y tomillo. Disfruta de los picotazos de guindilla de las salsas aceitosas del norte, los apimentonados del noroeste o los azafranados en amarillo del sur. Rezonga entre galletas María mojadas en café, se regodea con la acidez de un vinagre vulgar de vino blanco, se solaza con el olor de la violeta y el del trigo, el de la uva de la vendimia, despreciada por demasiada en los tractores, con granos que caen al suelo como lágrimas, aplastados por sus ruedas en un coupage con moñigas de oveja -churra, eso sí- difícil de olvidar.

Anestesiada por la edad, busca el refugio en tablas, como el toro manso, en el sofrito más primitivo, en el ajo morado y la cebolla. Maleducada porque no hubo otra, se recrea en vulgares salazones de sardina regados con yema de huevo frito, mezcla avergonzada y a escondidas el chorizo, con el manchego mejor curado; disfruta de bocadillos de nocilla, mejillones en escabeche o sardinillas pringosas de grasa. No hay excusas, no es Curiosidad Gourmet, para eso es tarde.

Acurrucada en el lomo de orza, se esconde entre platos hondos que mecen sopas calientes. Siempre hay un horno donde se cuece un caballito de San Antón o una pieza de pan candeal con anís. Sueña con sarmientos ardiendo, resinas que maceran el arroz con liebre, con un lamento por cada grano que no recuerda -segundos que se escurren en la memoria- y lagartijas al sol en la sobremesa. Morcilla, morteruelo, morcón, morro de cerdo; setas de cardo, guindillas y mollejas, el humo del Ducados, el Amor de Lolita y los sifones en la tienda del pueblo. Sifones que se mezclan con el vino para hacer olvidar una guerra.

Duerme mi curiosidad, todavía hedonista pero obesa, la noto lenta de reflejos y torpe. Espera sin prisa ni afán que la despierten.

Fotografía que ilustra: Campos de Castilla de Fernando García Lema