domingo, 29 de marzo de 2009

Breves tribulaciones en torno al futuro de lo culinario (por Embonpoint)



Amanece. Es miércoles. Enero toca a su fin. La bruma no deja otear las montañas que se elevan como paredes alrededor del hermoso valle de Atxondo. La espesa niebla tampoco deja vislumbrar las vacas que pastan placidamente en las empinadas laderas, con el compás de sus cencerros como nítidos malsines.

Al mismo tiempo que un gallo afina sus cuerdas en su húmedo corral de Axpe, un coche sale de un pequeño pueblo alfarero de León camino de su primera visita al templo del que tanto ha oído hablar. El vehículo lo conduce, ilusionado como el niño que por primera vez ha montado en bicicleta sin las ruedas de apoyo, uno de los cancerberos del producto más respetados, José Gordon.

En unas horas llegará a casa de Bittor, que conociendo y admirando el memorable trabajo del leonés, le agasajará con la mejor selección de productos de la huerta, el mar y el campo durante las cerca de cinco horas de inconmensurable festival coquinario.

Un evento tan simple y al mismo tiempo –paradójicamente- tan extraordinario. Me refiero por supuesto a la reunión, a la comunión, de dos de los máximos exponentes de la obsesiva búsqueda de la excelencia en el producto y por tanto, de la gastronomía antropológica.

Pero sobre todo se trata de un hecho extraordinario por sus dimensiones históricas si tenemos en cuenta que esta experiencia, este encuentro, muy difícilmente podrá repetirse dentro de pocos lustros. Porque, ¿hasta cuando podremos seguir degustando las elaboraciones que surgen de las poleas de Bittor o asoman de la cámara de José en sus respectivos Etxebarri y El Capricho?

Se ha hablado mucho en “Los amigos…” acerca del colapso alimentario en el planeta. Y mi visión no es en absoluto positiva al respecto. De un tiempo a esta parte, mi pesimismo en torno al futuro del producto y por tanto, de lo culinario, de la alimentación y de la gastronomía tal y como la conocemos, se ha acrecentado en tamaño grado.

Por un lado, los masivos esquilmados en tierra y mar; y por otro, las terribles consecuencias de la intervención humana en el proceso natural del mundo vegetal y animal, ya nos pasan factura desde hace algunas décadas. Pero las consecuencias en el futuro son exponencialmente pavorosas y desmoralizadoras.

Por supuesto, los efectos de estas actuaciones no sólo afectan a los productos considerados “de lujo” como las ostras, el atún, las angulas o la chuleta de buey que todavía se pueden degustar en los asadores de Axpe y Jiménez de Jámuz. Todos somos conscientes de que cada día es más complicado encontrar, por ejemplo, un buen cardo, un huevo de gallina, un mango, unas lentejas, un mejillón o un correcto corte de presa de cerdo ibérico, constituyéndose éstos alimentos antes comunes en los nuevos lujos de la gastronomía.

Hace tan sólo 50 años se consumían anualmente en el mundo 25 millones de toneladas de pescado y marisco. Hoy esta cifra se multiplicado por ocho, siendo una tercera parte procedente de la acuicultura. Y decenas de especies desaparecen anualmente por culpa de la contaminación del agua o a causa del voraz exterminio sufrido por parte del hombre.

En el ámbito de los vegetales la situación no es menos aterradora. Conocemos tan solo un cinco por ciento de las hortalizas que existían hace un siglo. La causa principal ha sido la invasión celular desarrollada por compañías como Novartis, Monsanto o Dupont y que comenzó con la ingenua “Revolución verde” hace cuatro décadas escasas. El resultado no es otro que la aparición de enfermedades nunca antes conocidas, la propagación de una alarmante uniformidad genética de las especies y la aniquilación perpetua de especies que han convivido durante miles de años con el hombre. Y mientras los líderes europeos empiezan a bajar la guardia, los investigadores anglosajones aceleran los “proyectos Genoma” con cientos de hortalizas, plantas -y animales- por todo el planeta.

La pésima gestión de los territorios y la pérdida de la soberanía alimentaria por parte de agricultores, pastores, campesinos y granjeros de todo el mundo está a la orden del día, como vemos en casos como el de Hyundai en Madagascar, donde la multinacional coreana pretende explotar de forma intensiva grandes extensiones del norte del país africano durante los próximos cien años.

El actual mapa de distribución y planificación de los recursos alimentarios mundiales es disparatado: Mientras unos países dependen totalmente de las importaciones, otros acaparan las producciones de alimentos básicos por mera especulación inflacionista, ya sea para consumo alimentario o para la producción –generalmente subvencionada- de energías alternativas. Por no hablar del atrabiliario genocidio de guante blanco que supone la especulación en torno a los alimentos básicos, un producto financiero legal que puede llevar a un broker de Manhattan a matar de forma (in)consciente y a golpe de click, a miles de personas al otro lado del globo.

El crecimiento de los países emergentes y el escandaloso incremento del consumo de todo tipo de productos vegetales y animales han conseguido que la media recorrida por los alimentos que degustamos esté entre los 1.500 y 3.000 Kms., dependiendo del país donde nos encontremos, cuando no hace mucho nuestra dieta se basaba en alimentos del entorno más próximo.

Nunca el hombre había experimentado un fraude tan sistemático y de tal envergadura del completo espectro alimentario; un círculo vicioso atroz alimentado desde los productores a los restaurantes, pasando por los distribuidores e intermediarios de toda índole.

Si tampoco existe una concienciación medioambiental que nos permita rechazar las atrocidades que cometemos contra los ecosistemas de nuestros alimentos, ¿como vamos a rechazar que por cada Big Mac consumido en el mundo se emitan 2,2 kilos de CO2 a la atmósfera?

Una triste teoría afirma que para una gran parte de los humanos, el interés por la agricultura, la comida, la cultura entorno a la gastronomía, sus orígenes y posibilidades desaparece cada año. Poco o nada les importa lo que son los fertilizantes químicos nitrogenados, los antibióticos introducidos en piensos y cadenas genéticas, la Escherichia coli o la Campylobacter, la revolución –o invasión- genética y celular de los vegetales y animales, y mucho menos lo que es el Belgian blue, el glisofato o el Round Up.

No creo que la ciencia pueda arreglar ya lo que bajo mi punto de vista será -¿no ha comenzado ya?- la próxima crisis global. La solución está en la propia naturaleza, siempre que el hombre se lo permita. Aunque (perdónenme comenzar la semana con estas tribulaciones), algo me dice que tal vez sea demasiado tarde.

Nota: El cuadro que ilustra la entrada es “The Need to Know”, de Ryan McGuiness.

domingo, 22 de marzo de 2009

Golosos


Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker se reunieron a mediados de los sesenta para formar una de las mejores bandas de blues de la historia. Antes de su ruptura, en el año 68, grabaron cuatro álbumes, uno de ellos el mítico “Wheels of fire”, que contiene, entre otras maravillas, “Crossroads” con los que son posiblemente los mejores solos de guitarra que jamás ha hecho Eric Clapton, lo que equivale a decir que se trata de uno de los mejores solos de guitarra de la historia de la música. El grupo, todavía no lo había dicho, recibió el nada modesto nombre de “Cream” y es que la crema no sólo se usa en repostería, sino que también se utiliza para definir lo mejor, lo mas valioso. La crema, the cream of the crop, la flor y nata, canela en rama. ¿No es curioso que cuando se quiere destacar que algo es superior, nos referimos a ello como la crema? No hablamos de caviar, ni de foie gras, ni de angulas, ni siquiera de paletilla de cerdo ibérico, hablamos de una sencilla mezcla que se hace con leche, huevos y azúcar y que se utiliza en la elaboración de numerosos dulces.

Y es que lo dulce es algo bueno, y eso se tiene que notar en todas sus acepciones. Es curioso como en la evolución de los idiomas, las palabras comienzan a volar libres y a adquirir diferentes significados que se alejan del original. Así lo vemos en las palabras que se utilizan para nombrar los cuatro sabores reconocidos por la teoría clásica: amargo, ácido, salado y dulce. Amargos son el café, el cacao, la cerveza y el bitter cinzano, pero también las lágrimas (no sólo las de Petra Von Kant), las despedidas y la soledad. Lo amargo es triste y molesto. Quevedo escribió “pues amarga la verdad quiero echarla de la boca” y cuando estamos muy disgustados y afligidos “andamos por la calle de la amargura”. “Me has amargado la vida” es una frase que se oye mucho. Se la dijo Kay Adams a Michael Corleone, Eliza Doolittle al profesor Higgins, Bud Stamper a su padre, y se la dijo también Rhett Butler a Scarlett O’Hara. No cabe duda de que lo amargo es desagradable. Nada que ver con lo dulce. De hecho, a nadie le amarga un dulce.

Ácido es sinónimo de agresivo o de mordaz. “Tiene un carácter ácido”, se dice de las personas gruñonas y malhumoradas. “Estoy convicto, de amor estoy confeso y me mata la acidez de tu mirada” le cantaba el desolado poeta a su arisca enamorada. Lo ácido no es tan desagradable como lo amargo pero tiene también, sin duda, un matiz peyorativo. Y aunque más amable se muestra el diccionario de sinónimos con lo salado (que compara con lo alegre y con lo divertido) lo dulce es el rey. Si las lágrimas son amargas, las sonrisas son dulces. Todo nos parece dulce cuando por medio hay amor y si alguien nos dice algo bonito, lo hace utilizando unas dulces palabras. Don Juan Tenorio recita en la escena del sofá: “...ese dulcísimo acento con que trina el ruiseñor de sus copas morador llamando cercano al día, ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor?, y Víctor Manuel utiliza la dulzura para describirnos lo que más quiere cuando nos dice que “nada sabe tan dulce como su boca”. También los angloparlantes, cuando se ponen tiernos, llaman a sus parejas sweetie, honey o sugar. ¡Como molan las chicas que se llaman Sugar!. Ninguna de ellas paseó con tanta gracia el nombre por la pantalla como Marilyn Monroe con su ukelele en “Con faldas y a lo loco”, aunque es verdad que se le aproximó mucho Barbara Stanwyck, la inolvidable Sugarpuss O’Shea que trabaja como asesora de slang de Gary Cooper en “Bola de Fuego”. También conviene añadir que ningún hombre supo piropear a las mujeres con el arte de Bogart diciéndole a Mary Astor “si te cuelgan, Sugar, siempre te recordaré”

Hogar, dulce, hogar, sweet Virginia, sweet Caroline, sweet Jane, my sweet lord, Irma la Dulce, ¿se os ocurre algo más dulce que Irma la Dulce? Dulce es sinónimo de tierno, de bondadoso, de grato. Y como la dulzura la da el azúcar, tenemos que recordar a Celia Cruz, la guarachera de Cuba, la reina de la salsa, de la rumba y del son, a la que apetece escuchar siempre con una copa de ron en una mano y un habano en la otra, y que mientras interpretaba sus canciones hizo famoso el grito de ¡azúcar! como símbolo de diversión y de alegría.

Todo esto preámbulo, perdonad, me sirve sólo para exponer una paradoja. Nunca he oído a un gastrónomo decir que no le gusta el vino y, menos aún, presumir de ello. Tampoco le he oído a ninguno decir que no le gusta el pescado o la carne o las hortalizas. Al contrario, suelen definirse como poseedores de una mente abierta y curiosa y de un paladar educado, lo que les permite atreverse a probar platos ajenos a nuestras costumbres, que en algún caso pueden utilizar productos que nos resultan, cuanto menos, extraños y, en ocasiones, incluso repugnantes. Sólo suele haber una excepción a tanta capacidad para disfrutar de cualquier alimento y esa excepción son los dulces. Yo no soy goloso, se dice con un punto de orgullo similar al que utilizan algunos intelectuales para proclamar al mundo que a ellos no les gusta ni la tele ni el fútbol. Yo no soy goloso, dicen, como si identificaran el gusto por el dulce con lo infantil y su rechazo como la prueba evidente de que el suyo es un paladar adulto. Yo no soy goloso, dicen. Pues, bueno. Tú te lo pierdes, que pocas cosas hay más agradables en este mundo que comerse una rosca con un bomboncito. Yo sí quiero postre.

(He estado a punto de terminar este artículo sin mencionar a Toñi y Encarna, las de Azúcar Moreno, pero, al final, no me he podido resistir: “Dale marcha al corazón que caramba, dale al cuerpo vacilón que caramba, sólo se vive una vez…One, Two, Three.”)

Caramba.

domingo, 15 de marzo de 2009

Mañanas


A las 7 de la mañana, la Plaza Castilla parece un hormiguero. Ríos de gente que el suelo vomita; que se empuja, se esquiva, se evita, se ignora, y se huele; cada uno sigue su trayectoria, dibujada de antemano, pasos ya andados mil veces, un deja vu colectivo entre nubes de sueño, auriculares y labios que musitan las canciones sin compartirlas. A pocos metros de la boca de metro, como parada optativa y a la sombra del gran oso verde, hay una cafetería de corte moderno, comida rápida, paradigma de la gastronomía y la vida actual. Se come como se vive.


Los locales de esta cadena son clones, iguales aquí y en Barcelona, en una cata a ciegas uno no distinguiría el uno del otro; no hay rastro de personalidad en la decoración. Taburetes baratos, mesas que se tambalean derramando los cafés, un armario frigorífico con algunos sándwiches, zumos, refrescos, bandejas abombadas y una barra donde se sirven ensaladas. Y detrás, chicas con viseras, no sé sabe muy bien ni por qué ni para qué. Se parapetan detrás de un uniforme rojo sirviendo la comida en bolsas de papel a gente que hace cola con la cara maquillada de cansancio. NI rastro de una sonrisa en ninguno de los dos lados de la barrera.

Y en el quicio de la ventana, como si fuera una copla de Quintero, León y Quiroga, o la canción de Suzanne Vega, hay gente que mira a través del cristal. Unos miran su reflejo, otros tienen la mirada perdida, incluso los hay que se fijan en la gente apresurada y las dos torres negras, en el milhojas de cemento. Tienen los paladares lobotomizados, disfrutan al igual de la botellería industrial mal descongelada que del café, que ya malo de por sí, sabe todavía peor en el vaso de cartón que roza el labio de manera obscena; impregnando la bebida de aroma a papel mojado.

Todo es mentira aquí, el café de mala calidad, infusionado con una premura que lo quema, croissants de aceites vegetales, zumos falsos, de falsa fruta a su vez mezclados con agua para rebajar su falso sabor. Si acaso se puede disfrutar levemente de los sandwiches, aunque resulte bastante absurdo comer bacon frío con tomate sin sabor envuelto en pan reseco.

Nunca mejor que ahora y aquí, es verdad aquello de que es mejor no conocer que haber conocido. Por suerte no hay expectativas, no se viene a disfrutar, cada cual come pensando en su próximo análisis, su intestino grueso, en sus riñones, yo creo que hay algo de nuestra tradición judeocristiana en todo esto: la lechuga es tan insípida que es imposible que no rebaje algunas décimas el nivel del colesterol. Subsiste la idea de que en este erial de vitaminas hay más salud que en los bares de los alrededores; seguramente sea esa sensación de ligereza que proporciona la ausencia de aceite en el ambiente, si exceptuamos esos botecitos tan cucos que acompañan a la ensalada. Aquí uno no come, se alimenta.

Mientras, la luz natural sustituye a los neones, la mañana se abre paso, bailando al ritmo progressive de los decibelios de las máquinas, que remueven los intestinos de la plaza, y del flujo del tráfico. No se sirve mantequilla rica ni hay poesía en la Plaza Castilla.




Imagen que ilustra: Portada del disco Alone in the Crowd de Catch 22

domingo, 8 de marzo de 2009

De los pelos a los celos

No recuerdo quien dijo que la estética de los años setenta fue diseñada por el enemigo, pero tenía razón. Nuestras fotos de aquellos años lo demuestran, si es que tenemos edad suficiente para ello y, si no, basta con que revisemos alguna de las series televisivas o de las películas de aquella década para darnos un baño de melenas, patillas, pantalones campanas, solapas anchas y zapatos con alzas. Raffaella Carra, Rumba 3 (“bodeguero, déme otra copa de champán, quiero ser muy feliz….”), el Ratón Ayala, las tetas de Susana Estrada, los cantautores, el comisario McMillan y su esposa, una chica que nada desnuda es devorada por un tiburón mientras suena una inquietante melodía de John Williams, Travolta, los Bee Gees, fiebre del sábado noche, la vida sin miedo al sida, la transición política y, en medio de todos esto, el renacimiento de la gastronomía en España.

Y es que después de una larga posguerra en la que la escasez de alimentos sólo dejaba hueco para una cocina de recursos o de supervivencia, vinieron unos años en los que el boom del turismo determinó la difusión de un tipo de cocina internacional carente de interés y la marginación de las cocinas regionales, relegadas a comedores rurales alejados de los circuitos turísticos o a restaurantes entrañables que se mantenían firmes en la difusión de productos y recetas locales: El Faro, El Caballo Rojo, El Molino de Puente Arce, El Rincón de Pepe, Casa Ricardo, El Hispania, El Hotel Empordá, Duque, gran asador de Segovia y tantos otros que constituyeron una referencia gastronómica frente al imperio de los gazpachos aguados, las paellas de engrudo, la sangría y el jamón de plástico con melón. Los cocineros empiezan a tener estilo: lubina al estilo del chef, cordero al estilo del chef… Y allí estábamos nosotros, zampándonos el menú turístico de Fraga Iribarne, cuando un grupo de cocineros vascos, Arzak, Arguiñano, Subijana, Roteta y alguno más que me olvido, dieron un giro maravilloso a la situación e inyectaron un aire nuevo a la gastronomía española.

Llegan los ochenta con aires de libertad, mírala, mírala, la Puerta de Alcalá y con gente con ganas de terminar con ella, se sienten coño, Reagan, Thatcher, la guerra de las Malvinas, Naranjito, se muere Rock Hudson, we are the world, we are the children, la quinta del buitre, Angela Channing, Lou Grant, V, el teniente Furillo. Y el impulso que llega del País Vasco es seguido por cocineros de todas las regiones, interesados ahora en recuperar recetas tradicionales y en mejorar tanto la calidad de los productos como la técnica en su elaboración. Y así fuimos sabiendo de Arbelaitz y Berasategui en el País Vasco, de Carme Ruscalleda, Santi Santamaría y Joan Roca en Cataluña, de Manolo de la Osa en La Mancha, de Toño Pérez en Extremadura y de otros muchos que han tenido una gran influencia en la transformación sustancial de la gastronomía de este país. Y entre ellos, aparece el considerado por muchos como el más grande cocinero de la historia, Ferrán Adría, protagonista de una revolución que lo cuestiona todo pero que ha merecido unánimes muestras de admiración en todo el mundo, y que ha convertido su restaurante de Rosas en una especie de templo donde los gastrónomos con pasta y los snobs con pasta se reúnen para probar las nuevas creaciones del genio.


Ha nacido la cocina de autor en España, triunfa el minimalismo y en las cartas se buscan nombres ostentosos y, como sinónimo de calidad, se cita el origen de los ingredientes del plato, los huevos ya no son fritos, sino rotos, estrellados o en sartén, las anchoas son del Cantábrico o de La Escala, los langostinos de Sanlúcar o de Vinaroz, la alcachofa de Tudela, fresón y fresa de Aranjuez... Antonio Burgos y Alfonso Ussía, considerando que no hay hueco para combinar lo tradicional y lo moderno, se convierten en los paladines del puchero de habichuelas, que al que le gusta el sashimi es un cursi, mire usted. Un programa de cocina triunfa en la tele y un libro de recetas se convierte en best seller. En cada esquina hay un chino de barrio y en los supermercados aparecen productos hasta entonces desacostumbrados. Todo dios entiende de vinos y, de pronto, buscamos nuevos significados a los adjetivos, para explicar que un vino puede ser carnoso, blando, elegante o incluso redondo como un pelotón.

Cae el muro, los héroes de los jóvenes ya no son cantantes, actores o deportistas de éxito sino hombres de negocio, Bill Gates, Larry Page, Paul Allen. Llegan los yuppies obsesionados por los teléfonos móviles, el sushi y la forma física. El mundo se llena de gimnasios, de restaurantes japoneses y de tiendas de Movistar. Llegan la séptima, la octava y la novena. La globalización. Internet. Los blogs gastronómicos. Tempura de ortiguillas, tacos de habas con butifarra, cuscus de cerdo ibérico, dim sum de tortilla española. Viridiana, Diverxo, Aponiente, Kabuki. No hay canal de televisión que no tenga su programa de cocina y además hay un Canal Cocina. Los cocineros son artistas, creadores dotados de una inventiva exuberante obligados a innovar continuamente, ante los ojos de críticos y clientes que contemplan el mantenimiento prolongado de platos en la carta como una intolerable muestra de estancamiento. Cocineros galácticos, muchas veces sobrevalorados, que renuncian a estrellas Michelín o que se suicidan si se las quitan. El euro. Menús degustación a 60, a 90, a 130 y subiendo como en la canción de Roberto Carlos (¿o era de los Hermanos Calatrava?). Nitrógeno líquido, esferificaciones, aditivos alimentarios, paisajes en el plato. Santi Santamaría se queja. Salvador Gallego dice que hemos matado a la abuela. Congresos gastronómicos. La crisis. Al cliente, que empieza a tener paralizado el bolsillo, llega alguno y le anestesia el paladar. Vale todo para ganar notoriedad, desde posar desnudo hasta comerse una placenta. La autocomplacencia. Premios gastronómicos un día sí y otro también: el cocinero revelación, el plato más bello, la carta más bonita, los aseos más fragantes. Listas: los cocineros más influyentes, los 50 mejores restaurantes del mundo, los 25 mejores de Madrid. El mejor, el mejor, el mejor…. Los celos.

Fotos que ilustran el post: Diana la lagarta y Juan Mari Arzak

domingo, 1 de marzo de 2009

Post mortem

“Perdón por la crudeza, pero la clientela asturiana no ha evolucionado a la misma velocidad que la cocina y el resultado es que hay un déficit de cultura culinaria”.

Pedro Morán (restaurante Casa Gerardo)

“La alta cocina se reducirá a una élite”, “Los restaurantes deben llegar a capas más bajas de la sociedad, fundamentalmente a los jóvenes, y adaptarse a sus necesidades”.

Rafael García Santos (
http://www.lomejordelagastronomía.com/)

«La alta cocina creativa hizo crisis hace dos años, o año y medio. El propio Ferrá Adriá se bate en retirada»

José Carlos Capel (El País)

Los tres últimos años y el último en concreto le han aportado al observador atento mucha información sobre la relación entre los restaurantes de alta cocina creativa en Madrid y sus clientes. La capital, tradicionalmente conservadora, exigente en cuanto a producto y servicio, ha visto nacer un conjunto de restaurantes cuyo ideario incluye una propuesta ambiciosa y refinada, compleja en sus elaboraciones: vanguardia. Bajo este paraguas podríamos encuadrar a Zaranda, Arola Gastro o Senzone, restaurantes en los que la sala, la cocina y la bodega se cuidan con detalle. Aunque su historia era diferente, los tres compartían el mismo objetivo: convertirse en grandes comedores con una cocina extremadamente sofisticada como elemento diferencial. Abordar el récord que tiene Zalacaín, hasta la fecha y sin discusión, el mejor restaurante que se ha establecido en Madrid.

La prensa gastronómica madrileña saludó sin excepciones y con albricias la llegada del último de ellos, Senzone, que en diciembre del no tan lejano 2007 abría sus puertas en el hotel Hospes, en el centro de Madrid. La unanimidad fue inusual y absoluta, el microcosmos que rodea a los restaurantes madrileños alzó el pulgar hacia arriba: avisaron con fanfarrias de que iba a ser una estrella, el mejor restaurante de la capital, algo grande. Premios, reconocimientos, críticas repetidamente positivas, cocina, sala y sumillería, un rodillo mediático.

Pero la cosa no salió del todo bien. Algo menos de un año después, atravesando un otoño durísimo en el que la media de ocupación ha sido baja, el cocinero abandona el restaurante. Alega falta de sintonía con la dirección; sea verdad o no, la realidad es que el restaurante nunca llegó a funcionar, no era competitivo.

Con su caída cabría preguntarse el porqué del contraste de tantos elogios en la crítica y la indiferencia del público. ¿Se equivocó la crítica en su evaluación? ¿Está la prensa gastronómica cerca de la realidad de este país, de sus gustos? ¿O es que se ha abierto una brecha insalvable entre la alta cocina de vanguardia y la clientela capaz económicamente de pagar una cena en un restaurante de este perfil? ¿El problema es esa cocina vanguardista, o son los ciento veinte euros que, como poco, cuesta un cubierto en estos locales?

Partiendo de las premisas de García Santos, la respuesta al fracaso de Senzone estaría en que los gustos del pueblo no son suficientemente sofisticados ni sus bolsillos anchos y profundos, algo inevitable, como la gravedad. El mensaje suena nihilista tal y como lo plantea, casi parece que no mereciera la pena intentarlo, ¿Para qué si la gente no está preparada ni económica ni intelectualmente? Pero el argumento se quiebra fácilmente, porque sí hay restaurantes de alta cocina funcionando en Madrid y todos podríamos poner un par de ejemplos de sitios que proponen cocina arriesgada donde cuesta hacer una reserva; si tú no llenas y tu vecino sí, vendiendo los mismos tomates o muy parecidos, es que estás haciendo algo mal. Sin olvidar que en Madrid hay decenas de locales de cocina tradicional –incluidos los de alta cocina- llenos cada noche. Vamos, que el foro, se lo gasta en comer.

Así lo han entendido Ramón Freixá y Eneko Atxa, que apuestan por Madrid. De su evolución y de la de Arola Gastro podremos deducir si, como apunta el periodista, este modelo es imposible o se puede adaptar a un cliente que, bien es cierto, les mira con desconfianza. No conviene olvidar la historia y existe el precedente de La Broche en Dr. Fleming, donde Madrid acogió a Sergi Arola con cariño, trato que quizá no tuvo continuidad en su mudanza al hotel Miguel Ángel. Este dato, no debería pasar desapercibido; había algo en el local original que no migró con el equipo. Un problema, que en mi opinión ha vuelto a suceder en Zaranda.


Se deriva además dos corolarios. El primero sutil, pero interesante. En Madrid y en la actualidad, la influencia de la prensa gastronómica es débil incluso a corto plazo. Quizá dé una oportunidad -ni siquiera tengo tan claro este aspecto- pero por bonita y positiva que sea la crónica, un restaurante sólo funcionará si consigue una cartera de clientes habituales y logra minimizar el número de ellos que sólo visitan su restaurante en una ocasión. Madrid no es una capital turísitica de suficiente nivel como para garantizar un flujo de clientela internacional que mantenga un restaurante. Y menos en estos tiempos de crisis.


El segundo es que cuesta cada día más entender la obsesión que tienen tantos y tantos cocineros con lo que se dice de ellos en tal o cual foro, o con la crítica que ha salido en esta o aquella revista. Aunque bien pensado, eso quizá tenga que ver menos con el dinero que con el ego.